Corredor de la costa

Al principio, dicen, era la nada. Pero, en realidad, ya lo era todo: los meandros, los ciclos milenarios del río, la fauna intacta, los árboles sin miedo a la tala, los pueblos humanos casi nómades en sus canoas: quiloazas, caracaes, chanaes, mbeguás, mocoretáes, calchines. Los frutos, los peces, los animales salvajes de suelo y cielo eran la alimentación, y dominaron el fuego y el arte del barro, cuyos fragmentos asoman, todavía, como osamentas cerámicas con forma de bichos, con las bajantes pronunciadas del agua.

La historia cambió con el arribo de los españoles. El 7 de diciembre de 1580, siete años después de la fundación de Santa Fe, Garay escritura a favor de Antón Martín, el rincón donde se unían el Colastiné y la Setúbal. Entonces comenzaron a sucederse hechos que se asentaron en los registros. Mudada Santa Fe desde su primitivo emplazamiento a su ubicación definitiva, el pago quedó cercano a la urbe y se volvió el proveedor primario de la ciudad.

Y Rincón proveyó hombres a la lucha independentista. El 8 de mayo de 1812 lucharon contra los realistas, y en 1818, de esta costa partió el Brigadier López para tomar el gobierno santafesino. Tal importancia había adquirido San José del Rincón, que en 1819 era cabecera de uno de los cuatro departamentos de la provincia, junto a Coronda, Rosario y La Capital.

Entre rezos y cantos de gallo llegó Fray Francisco de Paula Castañeda, amparado por López, para refugiarse de la persecución y para crear, en 1823, la primera escuela de artes y oficios del país y para erigir el templo parroquial, principal monumento histórico que continúa siendo, casi 200 años después, el edifico más alto de la ciudad.

El río era el camino más usado: los barcos eran parte del paisaje cotidiano en las aguas abrazadoras, y luego el tren que, atravesando la laguna, llegó echando vapores y fogueando ilusiones entre los naranjales legendarios. Se alzaron caserones definitivos en solares floridos, en los bordes sinuosos de las calles de arena. Y aparecieron los artistas, inspirados en el aura mágica de una patria diminuta donde el aire olía, definitivamente, distinto.

Después el camino de tierra se consolidó y entonces el espíritu rural se echó a dormir una siesta eterna, y del sueño surgió la urbe. Por transformaciones jurisdiccionales, perdió su rango de cabecera y fue absorbido por la ciudad de Santa Fe, hasta que recuperó su autonomía en 1991 y se lo reconoció como Comuna. En 2013 el crecimiento había sido tan estrepitoso que se transformó en ciudad.

Pero el aura sigue siendo de un pueblo. San José del Rincón es distinto y distante, único. La osamenta y el latido están hechos de capas superpuestas, y después de casi 450 años, permanecen las mismas capas de sentido: jamás de perdió del todo el nimbo original. Permanece la respiración natural, la sangre original, el pulso criollo, la impronta inmigrante, el rancho ribereño, el caserón señorial, los perfumes mitológicos de las flores y la arena amenazada por la lluvia y la creciente, los árboles centenarios en parcelas reducidas por una población que crece y elige echar raíces en el albardón.